Quien más, quien menos ha visitado en varias ocasiones museos de todo tipo y condición. Museos grandes y de prestigio con obras de referencia obligada y pequeños museos de temática inverosímil encontrados por azar en las páginas de alguna guía turística de lance. Museos de artes, de ciencias naturales o tecnología, y hasta museos del traje o de miniaturas invisibles.
Uno de los que no me atrevo a encasillar sin temor a equivocarme es el Museo Naval, situado en un magnífico edificio en el Paseo del Prado de Madrid compartido con la sede del Cuartel General de la Armada, construcción de gran empaque con detalles de sabor marinero.
En sus salas, pasillos y patios se pueden observar desde maquetas espléndidas de navíos y buques de todas las épocas, instrumentos de navegación y cartografía, armas de filo y de fuego de todo tipo hasta documentos históricos o mobiliario de época, recreaciones de estancias y camaretas navales pasando por la joya de la corona, la carta universal de don Juan de la Cosa, de 1500, en la que se representa el continente americano con los principales descubrimientos geográficos realizados entre 1492 y 1500 para su conocimiento por los Reyes Católicos.
Pero quizás, lo más entrañable y peculiar sea uno de los guías del museo; voluntarios, según creo, que dedican su tiempo y sus conocimientos a mostrar los secretos de cada sala.
Cabellos blancos, corbata perfecta y aires de marinero en tierra curtido en las batallas de la vida diaria identificaban al caballero que acompañó a mi grupo a través del recorrido museístico.
Pronto advertimos que nuestro cicerone no solo nos guiaría a través de los tesoros de las salas temáticas, incidiendo en ésta o aquella maqueta o en el detalle de una daga de mano izquierda. Ante cualquier detalle, situaba al neófito en el ambiente de la época, advirtiendo de las diferencias en la concepción de los justo e injusto a través de los siglos o de las distintas costumbres de la época; la conveniencia de las velas latinas para la maniobra en el Mediterráneo frente a las velas de corte cuadrado – más adecuadas para la navegación en el Atlántico – o la importancia de bombear agua podrida de la sentina ya que hacia presuponer que no existían vías de agua en el casco del buque …” sentina podrida, navegación segura”.
Las grandes hazañas de nuestros marinos frente a los “borrachizos” británicos; los gestos de heroísmo de algunos oficiales dirigiendo la batalla después de haber perdido una pierna y haber metido el muñón en un tonel de serrín hasta caer desangrado…o la vieja leyenda de la muerte de Nelson y su viaje hasta las Islas de la Gran Bretaña sumergido en algún bebedizo alcohólico, que, según las malas lenguas – sin duda-, llegó seco a destino después de que los marineros ingleses se bebieran el licor a través de improvisadas pajitas cocteleras, eran desgranadas con entusiasmo por nuestro caballero andante.
Tardamos algo más que el resto de los grupos guiados, sin duda. Varios nos adelantaron en su recorrido a través de las salas. Pero estoy seguro de que los que de verdad disfrutamos como niños, imaginándonos entre los abordajes de piratas y corsarios, y, hasta nos mareamos con los vapores de la pólvora de los combates de nuestra Armada, fuimos nosotros.
Gracias amigo desconocido por hacernos pasar un fantástico domingo, conociendo nuestra historia, muchas veces escondida y muchas más no entendida, a la vera de la Armada Española. Volveremos a vernos en la cubierta de alguna Goleta bien pertrechada para el combate a la espera de mejores vientos, nunca de mejor compañía.
Marcos Álvarez