
- See what's happening!
Creo que cualquier futuro es posible.
Si me apuran, creo que cualquier pasado o presente también lo es.
La realidad es un hierro fundido y espeso que puede hacerse cristalizar en cualquier molde imaginable o inimaginado, siempre complejo y a la vez exótico.
No me interesa demasiado el fútbol.
No me malinterpreten: el domingo vi el partido de la final con la absoluta e irracional convicción de que íbamos a ganar.
Y sin embargo, repito, no es el fútbol en sí lo que me interesaba.
Hemos crecido todos con la inconfesable pero cierta convicción de que la selección española de fútbol nunca podría ganar un mundial.
Muchos han creído, muchas veces, que esa vez sí, esa vez íbamos a ganar.
Pero nunca sucedía: la fatalidad golpeaba una y otra vez esa aspiración colectiva, como si la muralla del destino, ese fino pero inquebrantable velo que separa realidades, se interpusiera firme ante el envite de la oportunidad, casi de la necesidad, en fin, del empuje de toda una nación.
España vivió el siglo pasado una guerra civil, una dictadura, y consiguió realizar una transición pacífica. Se desarrolló económica y socialmente como parecía impensable. Se encaramó en la cima del desarrollo y bienestar de esta pequeña esfera que llamamos Mundo, con la gracia y desparpajo con el que evolucionaron los pequeños mamíferos a partir de los reptiles.
Y con ese desarrollo, ganamos relevancia en muchas esferas políticas, económicas y, en las últimas décadas, deportivas: el Mundial de Baloncesto, la copa Davis, un español levantando la ensaladera de Winbledon, ganando un Mundial de Fórmula 1… todos los grandes y pequeños mitos inconquistables para esta Iberia compartida, iban cayendo.
Y sin embargo el mundial de fútbol se nos negaba.
Nosotros hemos vivido esa imposibilidad.
Nuestros padres han vivido esa imposibilidad.
Nuestros abuelos han vivido esa imposibilidad.
Conformaba nuestra realidad como el Sol que sale cada mañana, como el aire que se respira.
Me intrigaba esa resistencia, esa oposición casi tangible con la punta de los dedos.
El domingo, en fin, salí a ver el partido con el alma en vilo, con la sensación electrizante en la atmósfera de un cambio inminente. De una tormenta de realidad. Se iba a abrir el velo que separa los universos. Estaba seguro de ello.
Y quería compartir ese momento para ser testigo del antes y el después.
Quería ver la realidad conformarse ante mis ojos como un proto-Adán, naciendo del barro por pura necesidad, alzándose ante nosotros como un nuevo Amanecer.
No hay muchos momentos en la historia en que tal cosa sea posible de forma tan brusca, tan súbita, sin ninguna transición.
Y muchos menos son los momentos así que no son catastróficos, que no traen destrucción con el cambio.
Cuando grité «gol», di a luz, junto a las decenas de personas que me rodeaban, a los millones que lo hicimos en el mismo instante, a una realidad nueva.
Sentí como crecía ante mí con el mismo asombro que si hubiera visto con mis ojos desnudos el surgimiento en nuestro Universo de la radiación de fondo tras combinarse por primera vez electrones y núcleos.
Nos corresponde ahora conformarla a nuestro antojo, afrontar los futuros que nos traiga. En fin, encontrar una vez más cuáles son las nuevas realidades que este espacio-tiempo nos esconde, pero que es posible alcanzar con tesón y determinación.
Sé que están ahí, las intuyo desde hace años. Sé que son alcanzables.
Y espero que podamos rasgar sin destrucción el velo que nos divide y alumbrarnos a ellas.
Quizá es esta capacidad de avanzar entre realidades la que separa a los seres conscientes del resto de especies.